Entrevista de José Gutiérrez Román
—Borges es una presencia fantasmal en la novela y a la vez muy humana, pues aparece despojado en parte de su halo de gran figura literaria. ¿Qué tiene Borges que le haga tan atractivo incluso como personaje de ficción?
—Como buen fantasma doméstico, el Borges que aparece en El cuarteto de Whitechapel es un ser triste y entrañable. Su presencia en el libro es, en cierto modo, un accidente: uno de esos accidentes felices que en ocasiones se producen en el acto de la creación. El fantasma de Borges no formaba parte del plan inicial de la obra, pero un buen día apareció en un rincón de la casa del protagonista y allí se quedó hasta el final. ¿Cuál es el atractivo de Borges? Como escritor, es evidente: su obra supone un punto y aparte en la tradición narrativa del siglo XX. Borges es el vértigo intelectual, la tentación metafísica, la dicción precisa e inimitable, la imaginación desacomplejada. Como personaje de ficción, me permite tratar de forma diferente algunos de los temas esenciales de la novela, como la relación cada vez más estrecha entre la realidad y su simulacro o la necesidad que todos tenemos de contarnos historias que ordenen, den sentido o incluso justifiquen nuestras vidas.
—Los protagonistas de la novela padecen dificultades para comunicarse entre ellos, da la sensación de que viven aislados pero rodeados de información. ¿Son estos náufragos urbanos los héroes y antihéroes de la novela de nuestro presente?
—En una sociedad como la nuestra, que se precia de articularse en base a la comunicación continua entre todos sus miembros, la incomunicación es a la vez una paradoja y un síntoma de lo que parece ser una enfermedad que aún no somos capaces de diagnosticar con exactitud. La paradoja, que en efecto está muy presente en El cuarteto de Whitechapel, es que el ruido constante de la información acaba por aislarnos: el mundo en que vivimos, como se nos suele decir, es cada vez más pequeño y está cada vez más interconectado, pero esa conexión en abstracto con “el otro”, con ese pequeño gran mundo al que accedemos invariablemente a través de una pantalla, contrasta de forma visible con la desconexión creciente con nuestro entorno inmediato. Los personajes de la novela lo saben todo del mundo, pero no saben nada de las personas que tienen a su alrededor. Son hombres y mujeres cultos, inquietos e informados, pero viven en un aislamiento emocional casi absoluto. No sé si son héroes, antihéroes o meros supervivientes de su día a día mediatizado; pero sí responden a un tipo humano cada vez más presente en la narrativa actual.
—El cuarteto de Whitechapel se adentra en el lado más sórdido del arte contemporáneo. ¿Todo vale en el arte? ¿Esa sordidez es algo propio de nuestro tiempo o una pulsión artística más?
—La pregunta de si todo vale en el arte, son los propios artistas quienes se encargan de responderla día a día. Toda forma artística crea, invalida y recrea continuamente sus propias reglas, y lo hace, por definición, explorando los límites de lo que le está permitido. Arte es aquello que entendemos como arte, que sentimos como arte, que nos golpea o nos atrae o nos repugna de una forma particular. La sordidez, en este sentido, es sólo un instrumento más que el arte utiliza para explicarnos a nosotros mismos; pero es un instrumento que hoy parece especialmente útil y adecuado para lograr ese fin. No sé si el mundo en el que hoy vivimos es más sórdido que el mundo de hace veinte, treinta, cincuenta o setenta años, pero así parecemos sentirlo. El arte, como la literatura, recoge ese sentir general y lo devuelve transformado en obras que no son amables, que ni son bellas ni aspiran a serlo, pero que sí son, en los mejores casos, necesarias. Recurriendo a la imagen de Valle-Inclán, podríamos decir que el arte contemporáneo es un espejo en el que se reflejan, sólo ligeramente deformadas, algunas de las características más notables de la sociedad que lo produce: la espectacularización de la violencia, la desconfianza o el descreimiento en las grandes ideas, la caricaturización de la realidad, la victoria definitiva del gesto sobre la reflexión y, en general, el cuestionamiento radical de unos valores en caída libre. Dicho esto, cabe añadir que el mundo artístico descrito en El cuarteto de Whitechapel responde a una exageración total y absoluta de esta realidad. Los llamados “Artistas salvajes” de la novela buscan la creación de un arte que se corresponda de forma exacta con el ambiente moral de nuestro siglo XXI: un arte que acaba convertido en terrorismo. Estos artistas de mi ficción son el producto de una mezcla a partes iguales de desorientación, hastío vital, ambición desmesurada y mera psicopatía.
—Volviendo a Borges, ¿qué cree que opinaría de su novela? ¿Y qué libros posteriores a su muerte podrían interesarle? ¿Le recomendaría alguno en particular?
—Borges tenía un estupendo sentido del humor, pero no sé qué opinaría de algunas de sus intervenciones en la novela… Como lector, por cierto, Borges tiene una historia curiosa. Suele citarse a menudo su ceguera como un factor que explica su trayectoria como escritor, ese abandono de la ficción que se produce en torno al año 50 y que lo devuelve al cultivo de la poesía. La ceguera, sin embargo, tiene otro efecto sobre Borges, y es que detiene en cierto modo su evolución como lector. En los años 30 y 40, los artículos de Borges nos muestran a un lector a la vanguardia de su tiempo, atento a la actualidad editorial europea y norteamericana y dispuesto siempre a absorber las últimas novedades, tanto literarias como filosóficas y científicas. A partir de los años 50, en cambio, sus lecturas se estancan en el pasado; los autores que cita continuamente son los mismos que le interesaron en su juventud. Cuando se produce el secuestro de la edición argentina de Lolita, Borges critica la decisión pero afirma no haber leído la novela, ni tener intención de hacerlo. ¿Qué opinaría de la literatura actual? El joven Borges, estoy seguro, disfrutaría enormemente con los libros de Richard Powers, de David Mitchell, de Julian Barnes, de Lorrie Moore o de David Foster Wallace (por citar sólo nombres anglosajones). Ahora que lo pienso, me encantaría conocer su opinión sobre La broma infinita.
—El cuarteto de Whitechapel es su primera novela publicada. Antes había aparecido el libro de relatos Las seducciones, y por lo que sabemos tiene más obras aún inéditas. ¿Alguno de estos libros verá la luz próximamente? ¿En qué proyecto está trabajando ahora?
—En realidad, El cuarteto de Whitechapel es mi segunda novela publicada. La primera, El jardín de los curiosos, apareció a principios de 2010 en una pequeña editorial madrileña, Bohodón, poco antes de que Ediciones del Viento se interesara por El cuarteto de Whitechapel. Como casi toda primera novela, El jardín de los curiosos pasó totalmente desapercibida; pero en ella aparecen ya algunas de las preocupaciones que luego cristalizaron en el libro siguiente, como la reflexión sobre los límites del arte o la sospecha de que todos nosotros, los habitantes de la segunda década de este siglo XXI, nos hemos convertido ya, de forma abierta e irreparable, en los espectadores a tiempo completo de una exhibición continua de atrocidades que nos repele y nos fascina a partes iguales. Las seducciones, por su parte, fue un pequeño capricho que edité de forma privada en 2009, y hoy es un libro casi tan fantasmal como el Borges de El cuarteto de Whitechapel. Respecto al futuro, recientemente he terminado una nueva novela que me ha tenido ocupado durante el último año y medio. No sé cuándo verá la luz, pero me encantaría que apareciera también en Ediciones del Viento. Mientras tanto, ya hay unas cuantas nuevas ideas rondando por mi escritorio; pero aún es pronto para hablar de ellas.
—Borges es una presencia fantasmal en la novela y a la vez muy humana, pues aparece despojado en parte de su halo de gran figura literaria. ¿Qué tiene Borges que le haga tan atractivo incluso como personaje de ficción?
—Como buen fantasma doméstico, el Borges que aparece en El cuarteto de Whitechapel es un ser triste y entrañable. Su presencia en el libro es, en cierto modo, un accidente: uno de esos accidentes felices que en ocasiones se producen en el acto de la creación. El fantasma de Borges no formaba parte del plan inicial de la obra, pero un buen día apareció en un rincón de la casa del protagonista y allí se quedó hasta el final. ¿Cuál es el atractivo de Borges? Como escritor, es evidente: su obra supone un punto y aparte en la tradición narrativa del siglo XX. Borges es el vértigo intelectual, la tentación metafísica, la dicción precisa e inimitable, la imaginación desacomplejada. Como personaje de ficción, me permite tratar de forma diferente algunos de los temas esenciales de la novela, como la relación cada vez más estrecha entre la realidad y su simulacro o la necesidad que todos tenemos de contarnos historias que ordenen, den sentido o incluso justifiquen nuestras vidas.
—Los protagonistas de la novela padecen dificultades para comunicarse entre ellos, da la sensación de que viven aislados pero rodeados de información. ¿Son estos náufragos urbanos los héroes y antihéroes de la novela de nuestro presente?
—En una sociedad como la nuestra, que se precia de articularse en base a la comunicación continua entre todos sus miembros, la incomunicación es a la vez una paradoja y un síntoma de lo que parece ser una enfermedad que aún no somos capaces de diagnosticar con exactitud. La paradoja, que en efecto está muy presente en El cuarteto de Whitechapel, es que el ruido constante de la información acaba por aislarnos: el mundo en que vivimos, como se nos suele decir, es cada vez más pequeño y está cada vez más interconectado, pero esa conexión en abstracto con “el otro”, con ese pequeño gran mundo al que accedemos invariablemente a través de una pantalla, contrasta de forma visible con la desconexión creciente con nuestro entorno inmediato. Los personajes de la novela lo saben todo del mundo, pero no saben nada de las personas que tienen a su alrededor. Son hombres y mujeres cultos, inquietos e informados, pero viven en un aislamiento emocional casi absoluto. No sé si son héroes, antihéroes o meros supervivientes de su día a día mediatizado; pero sí responden a un tipo humano cada vez más presente en la narrativa actual.
—El cuarteto de Whitechapel se adentra en el lado más sórdido del arte contemporáneo. ¿Todo vale en el arte? ¿Esa sordidez es algo propio de nuestro tiempo o una pulsión artística más?
—La pregunta de si todo vale en el arte, son los propios artistas quienes se encargan de responderla día a día. Toda forma artística crea, invalida y recrea continuamente sus propias reglas, y lo hace, por definición, explorando los límites de lo que le está permitido. Arte es aquello que entendemos como arte, que sentimos como arte, que nos golpea o nos atrae o nos repugna de una forma particular. La sordidez, en este sentido, es sólo un instrumento más que el arte utiliza para explicarnos a nosotros mismos; pero es un instrumento que hoy parece especialmente útil y adecuado para lograr ese fin. No sé si el mundo en el que hoy vivimos es más sórdido que el mundo de hace veinte, treinta, cincuenta o setenta años, pero así parecemos sentirlo. El arte, como la literatura, recoge ese sentir general y lo devuelve transformado en obras que no son amables, que ni son bellas ni aspiran a serlo, pero que sí son, en los mejores casos, necesarias. Recurriendo a la imagen de Valle-Inclán, podríamos decir que el arte contemporáneo es un espejo en el que se reflejan, sólo ligeramente deformadas, algunas de las características más notables de la sociedad que lo produce: la espectacularización de la violencia, la desconfianza o el descreimiento en las grandes ideas, la caricaturización de la realidad, la victoria definitiva del gesto sobre la reflexión y, en general, el cuestionamiento radical de unos valores en caída libre. Dicho esto, cabe añadir que el mundo artístico descrito en El cuarteto de Whitechapel responde a una exageración total y absoluta de esta realidad. Los llamados “Artistas salvajes” de la novela buscan la creación de un arte que se corresponda de forma exacta con el ambiente moral de nuestro siglo XXI: un arte que acaba convertido en terrorismo. Estos artistas de mi ficción son el producto de una mezcla a partes iguales de desorientación, hastío vital, ambición desmesurada y mera psicopatía.
—Volviendo a Borges, ¿qué cree que opinaría de su novela? ¿Y qué libros posteriores a su muerte podrían interesarle? ¿Le recomendaría alguno en particular?
—Borges tenía un estupendo sentido del humor, pero no sé qué opinaría de algunas de sus intervenciones en la novela… Como lector, por cierto, Borges tiene una historia curiosa. Suele citarse a menudo su ceguera como un factor que explica su trayectoria como escritor, ese abandono de la ficción que se produce en torno al año 50 y que lo devuelve al cultivo de la poesía. La ceguera, sin embargo, tiene otro efecto sobre Borges, y es que detiene en cierto modo su evolución como lector. En los años 30 y 40, los artículos de Borges nos muestran a un lector a la vanguardia de su tiempo, atento a la actualidad editorial europea y norteamericana y dispuesto siempre a absorber las últimas novedades, tanto literarias como filosóficas y científicas. A partir de los años 50, en cambio, sus lecturas se estancan en el pasado; los autores que cita continuamente son los mismos que le interesaron en su juventud. Cuando se produce el secuestro de la edición argentina de Lolita, Borges critica la decisión pero afirma no haber leído la novela, ni tener intención de hacerlo. ¿Qué opinaría de la literatura actual? El joven Borges, estoy seguro, disfrutaría enormemente con los libros de Richard Powers, de David Mitchell, de Julian Barnes, de Lorrie Moore o de David Foster Wallace (por citar sólo nombres anglosajones). Ahora que lo pienso, me encantaría conocer su opinión sobre La broma infinita.
—El cuarteto de Whitechapel es su primera novela publicada. Antes había aparecido el libro de relatos Las seducciones, y por lo que sabemos tiene más obras aún inéditas. ¿Alguno de estos libros verá la luz próximamente? ¿En qué proyecto está trabajando ahora?
—En realidad, El cuarteto de Whitechapel es mi segunda novela publicada. La primera, El jardín de los curiosos, apareció a principios de 2010 en una pequeña editorial madrileña, Bohodón, poco antes de que Ediciones del Viento se interesara por El cuarteto de Whitechapel. Como casi toda primera novela, El jardín de los curiosos pasó totalmente desapercibida; pero en ella aparecen ya algunas de las preocupaciones que luego cristalizaron en el libro siguiente, como la reflexión sobre los límites del arte o la sospecha de que todos nosotros, los habitantes de la segunda década de este siglo XXI, nos hemos convertido ya, de forma abierta e irreparable, en los espectadores a tiempo completo de una exhibición continua de atrocidades que nos repele y nos fascina a partes iguales. Las seducciones, por su parte, fue un pequeño capricho que edité de forma privada en 2009, y hoy es un libro casi tan fantasmal como el Borges de El cuarteto de Whitechapel. Respecto al futuro, recientemente he terminado una nueva novela que me ha tenido ocupado durante el último año y medio. No sé cuándo verá la luz, pero me encantaría que apareciera también en Ediciones del Viento. Mientras tanto, ya hay unas cuantas nuevas ideas rondando por mi escritorio; pero aún es pronto para hablar de ellas.
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