sábado, 25 de mayo de 2013

Guillermo Roz: "Nunca me sentí más cerca del abismo que cuando sufrí por amor"

Entrevista de Care Santos

Guillermo Roz no es nuevo en nuestras mesas de novedades. Este argentino, afincado en España desde hace varios años, ya sorprendió con su anterior novela Tendríamos que haber venido solos, y vuelve a hacerlo ahora con una historia cruel, perturbadora, que ahonda en la identidad y el juego de espejos de la verdad, y que acaba de publicar —sólo en formato digital— Musa a las 9 (www.musaalas 9.com). En esta entrevista, el autor nos habla de su literatura, su concepción de la juventud, sus planes de futuro y hasta del contenido de los cajones de su escritorio.

Lo primero, enhorabuena por el Premio Francisco Ayala, que acaba de ganar. Es un premio pensado para difundir en formato digital la obra de narradores contemporáneos. ¿Usted es de los que se alegra de una difusión sin fronteras o de los que se lamenta de no tener en sus manos un libro de papel?
—Yo soy, definitivamente, del club que se alegra por la publicación bien hecha, en primera medida y si ésta me da la posibilidad inmediata de llegar a cualquier punto del planeta, muchísimo mejor. Leo tan bien en el papel como en un libro electrónico. Y lo único que me preocuparía en mi relación con el mundo de los libros, sería no tener acceso a ellos por medio, tanto de la lectura, como de la escritura. Todo lo demás es ganancia, y el Premio Francisco Ayala es parte fundamental de esa ganancia: escribí, se editó y ahora me toca invitar a los lectores a hacer su parte.
 
Con su anterior novela, Tendríamos que haber venido solos (Alianza, 2012) fue usted Nuevo Talento Fnac. Sin embargo, roza los 40 años. ¿Algo que objetar al adjetivo “nuevo”? ¿O el tan traído y llevado “joven”?
—Me gustaría ser menor para ganar un premio que premiara a un muy joven, pero no hay nada que hacer, para la literatura en España y Latinoamérica, mi edad corresponde a sólo joven. Por otro lado te diría que el criterio de juventud, en mi caso, me remite a la inocencia con la que afronto todo lo que escribo. A pesar de llevar varios libros publicados siento, sin caer en el cliché, que nadie puede quitarme el miedo escénico, la incertidumbre absoluta y constante sobre el valor de lo que voy creando. Soy joven, en todo caso, en la medida en que soy siempre, un aprendiz asustado. Y para concluir me viene a la cabeza una frase de no sé quien: «el problema de hacerse viejo es que todavía uno es joven».
 
Tanto en aquella novela como en esta me parece entender que la crueldad forma parte de su adn literario. ¿Es así? ¿De qué modo le interesa la crueldad como materia prima de la ficción?
—Mira, mi primera novela se titulaba La vida me engañó y creo que en ese título se resume de algún modo cierta concepción común de los personajes que pueblan mis historias. Crueldad como engaño, como fraude, como el cuchillo más afilado que nos espera en cualquier esquina del tiempo. Me interesa mucho la decepción y el amargor de los que se han visto profundamente humillados por un acontecimiento del todo imprevisto, y más si ese acontecimiento es de orden sentimental. No hay nada más cruel que una frustración amorosa.
 
Les ruego que me odien es una novela cambiante, que sorprende a cada rato. Comienza como un romance, se convierte pronto en una suerte de thriller sentimental, luego da un vuelco absoluto en una sola escena y termina reflexionando sobre algunos asuntos que podríamos considerar grandes clásicos de la literatura de todos los tiempos: la verdad, la identidad, la locura.... ¿Pretendía dejar sin aliento al lector, escribir muchas novelas en una, experimentar...?
—No está mal lo de muchas novelas en una, es una idea que pongo en práctica no por razones semánticas sino por la disciplina de escritura que llevo. Me explico: me cuesta pensar una novela entera que no cuente, aunque con los mismos personajes, cuatro, cinco o seis historias, un poco a la manera de escenas teatrales. Esto, sin quererlo, deviene a veces en que de historia en historia, de escena en escena, la trama se monte a parámetros propios de diferentes géneros. Sin embargo no me importa en lo más mínimo, porque en definitiva no creo en los géneros y sí creo que cualquier vida puede teñirse una temporada de novela rosa, otra de novela negra y finalmente se cierre como un cuento de hadas. Lo que pretendí es que funcionara como una unidad, con diversidad interna, con vaivenes inesperados, pero que al final exista en el lector la sensación de que le han contado una historia, de las buenas.
¿Tan próximos están amor y locura como parece desprenderse de estas páginas suyas?
—Creo que esta cercanía tiene que ver con una página autobiográfica: yo nunca me sentí más cerca del abismo, y llámese abismo a la locura, la muerte o el crimen, que cuando sufrí por amor.
 
Si tuviera que elegir una familia literaria de cinco miembros, ¿a quién elegiría y por qué razón?
—¡Los envidiados padres de mis letras, los imitados hasta la desvergüenza! ¡Madre mía, qué difícil! A ver… Dante, porque descubrí que una lectura te podía hacer llorar. Cortázar, porque me generó esa necesidad imperiosa de decir cosas con palabras. Osvaldo Lamborghini, porque me mostró que la literatura no era nada de lo que me habían contado ni en el cole ni en la universidad, sino todo lo contrario. Onetti, porque no puedo salir del cenagal en el que me ha metido, ese maldito. Borges, no hace falta explicar por qué.
 
¿Qué hay en los cajones de su escritorio (que pueda confesarse)?
—Millones de dólares, un par de tapones para los oídos, una blackberry vieja, un botón de repuesto de una camisa nueva, relojes sin pila, kleenex y una foto pequeñísima, de esas que las veías por un agujerito que servía de lupa, en la que se me ve a las tres años, junto a mis padres, en un circo. Lleva allí años, esperando encontrar la mirilla-lupa, o que mágicamente me caiga del cielo una igual. La guardo como un tesoro. Es del tiempo sin crueldad.
 

sábado, 11 de mayo de 2013

Javier García Sánchez: "Sé que ya no puedo aspirar al éxito. Por tanto, sólo me resta luchar por la inmortalidad"

Javier García Sánchez (Barcelona, 1955), es uno de los escasos autores literarios que aún campean en la narrativa española, un superviviente de mejores épocas. Sólido autor de una veintena de títulos (Mutantes de invierno, Teoría de la eternidad, La dama del viento sur, Última carta de amor de Carolina von Günderrode a Bettina Brentano, El mecanógrafo, La hija del emperador, El amor secreto de Luca Signorelli, Recuerda, Crítica de la razón impura, La historia más triste, Continúa el misterio de los ojos verdes, Oscar. La aventura de correr, Los otros, La mujer de ninguna parte, Falta alma, Dios se ha ido, El alpe d'Huez, Ella Drácula, K2, Júrame que no fue un sueño) siempre heterogéneos, arriesgados e intensos, nos presenta ahora este fabuloso Robespierre como culmen de su obra.


Entrevista de Ángeles Prieto Barba

¿Cuándo y por qué surgió tu interés en las figuras de Robespierre y Saint-Just?, ¿qué vislumbraste en ellos para dedicarles luego tanto tiempo y esfuerzo?
—Hace más de treinta años pude comprobar, atónito, cómo ciertos hechos, y sobre todo ciertos datos, referidos a la práctica de lo que se llamó la Grande Terreur, no coincidían en absoluto. A partir de ahí, de biografía en biografía —aunque todas convencionales, se entiende— empecé a pensar: “Pues si Robespierre no pudo haber hecho esto o lo otro, ¿por qué entonces le culpan absolutamente de todo?”. Hasta que aparecieron en el horizonte los trabajos de Albert Mathiez. Aquello certificaba la magnitud de una conspiración mayúscula, cuyos nefastos efectos en la Democracia perduran en la actualidad. La Revolución Francesa empezó como un sueño casi colectivo y acabó en apenas un año, verano de 1794, envuelta en una gran mentira y en un formidable baño de sangre. Eso es lo que intento denunciar: la mecánica del Terror.
De otro lado, ya en 1985 el desaparecido Rafael Conte me convenció de que uno de los grandes personajes de la Historia Contemporánea era Saint-Just, y entonces me precipité en Saint-Just, alter ego del Incorruptible. De hecho, Rafael me llamó siempre Saint-Just, lo cual me llena de orgullo. Que él no estuviese aquí cuando nació la novela es uno de los dolores que, en relación a Robespierre, me acompañará constantemente. Y sin duda Saint-Just es, junto a John Lennon, el personaje de mi vida.

Me llamó mucho la atención en el libro la manera de abordar la muerte, en especial que reserves para Saint-Just y para Sebastien un final deslumbrante y luminoso. ¿A qué es debido?
—Porque también Saint-Just es la “niña de los ojos” de Sebastien, que a su particular y testimonial manera narra la historia. Tienes razón, la muerte de un Sebastien ya ancianísimo —más aún, el momento preciso de su muerte— debía estar a tono con el resto de la narración. Pretendí que ese tránsito a la eternidad fuese la última y gran batalla con las palabras, pues en el fondo y en la superficie de eso va la obra: de la guerra a muerte entre las palabras, que siempre definen conceptos distintos. Lo que me resulta curioso es que pese a haber descrito mi propio destino como novelista en la parte final de la novela, ni siquiera nadie de entre mis allegados se haya dado cuenta de ello. Tal vez ya lo harán cuando toque, aunque yo no estaré aquí para verlo. Mejor así. Debo reconocer que he perdido por completo la paciencia. Expuesto de otra forma: me hallo exactamente en el mismo punto que Saint-Just en aquel aciago verano de 1794. Sé que ya no puedo aspirar al éxito. Por tanto, sólo me resta luchar por la inmortalidad. Si suena petulante, lo siento, pero así lo habría expresado mi amado Saint-Just.
Tus libros, aunque de distinta extensión, son siempre intensos (El mecanógrafo, La dama del viento sur, El Alpe d'Huez, K2, por citar algunos). ¿Qué argumentos le darías al lector de Robespierre para que se anime a conocerlo?
—A los que de un modo u otro les parezco esencialmente “pesadito”, que ni toque Robespierre. Para ellos ese libro muerde, y creo saber lo que digo. A los otros, a los lectores fieles o incluso a quienes sientan curiosidad por el personaje o la época, les aseguro que esta es la madre de todas mis novelas, y no me refiero exclusivamente a la extensión. Hay que atravesar un proceso febril para comprender aquella fiebre negra que fue el Terror. Y cuando digo proceso febril me refiero también a la lectura. No sé, es como si propusiese una especie de viaje a la Antártida, en el tiempo, en los sentidos. Quiero, necesito pensar que quienes culminen la travesía a través del hielo hallarán ínsulas insospechadas. Además de que, me consta, ya nunca se llevarán a engaño respecto a lo que en verdad sucedió en la Revolución.
Me ha sorprendido la espléndida edición, sin erratas. Esto no es habitual, sino excepcional. Habida cuenta de que en el propio libro nos confiesas que escribes a mano, ¿a quién o a quiénes debemos todo el trabajo de orden y transcripción?
—Siempre redacto dactilográficamente, con pluma o con rotulador. Gloria, mi madre, es quien pasa “a limpio” todas mis obras desde 1979. Ella, con sus más de 80 años, se trabajó las cinco versiones de Robespierre en ordenador. En cierta forma Robespierre es su obra. No me caracterizo por mi portentosa capacidad de síntesis, sabido es, pero aseguro que nunca podré superar en concisión y sentido las diecisiete palabras que forman la dedicatoria de la novela, a ella dirigida.
¿Qué escribes ahora?
—Corrijo La casa de mi padre, novela en la que por fin me atrevo a hablar de mi anhelado Norte. Está ubicada en el medio rural y repleta de humor, de ternura, lo que podría parecer extraño después de Robespierre. Necesitaba cambiar de registro y reirme yo solito corrigiendo por enésima vez La casa de mi padre. Quiero decir, riéndome hasta las lágrimas. Por alguna razón ninguna de mis otras obras en las que había humor (La historia más triste, La vida fósil, Falta alma y Dios se ha ido) hicieron reir a la peña. Y es que la gente para esto de la risa es muy, pero que muy rarita. De modo que supongo que después de La casa de mi padre se me quitarán de nuevo durante algún tiempo las ganas de hacer reir. Pero volveré a intentarlo si la salud no falla antes, porque todo me parece visceralmente absurdo y eso, en literatura, es un filón. Lo que sí puedo asegurarte es que probablemente Robespierre sea la obra más importante de mi existencia, pero La casa de mi padre, lo sé, es la novela de mi vida.