viernes, 24 de julio de 2009

José Morella: "Europa es el lugar donde menos cosas importantes van a ocurrir en el futuro"

-Tu novela comienza con una suerte de declaración de intenciones en la que afirmas cosas como "Nuestro árbol genealógico está cargado de frutos extraños" o adviertes que todos hacemos cosas por nuestra familia que detestamos. "Dicho esto podemos, tú y yo, lector, empezar a inventar", añades. ¿Homenaje a los libros testimoniales, a las fábulas con moraleja o simple jugueteo literario?


-En la primera página de la novela se alude al lector porque yo creo que la magia de lo literario está más en la lectura que en la escritura. El escritor es un enlace, o un intercesor, como lo llamaría Cortázar. Leyendo he tenido experiencias más reveladoras y profundas que escribiendo. Es el lector el que posa sobre un texto su experiencia de vida y, de ese modo, arma un sentido. El sentido nunca acaba de cerrarse, es como un bicho que no sabe estarse quieto. En realidad, lo que uno hace cuando lee es retocarse a sí mismo. Un buen lector construye un sentido nuevo y, gracias a ello, muda de piel. Es activo, reflexiona y se reinventa. Por eso publicar una novela es un privilegio increíble: hay gente que se mete en librerías, se lleva tu libro y, si hay suerte, consigue usarlo como espejo para mirarse y cambiar. Por supuesto, eso no siempre se da: soy consciente de que la lectura no es una panacea y de que leer no garantiza nada. A veces es simplemente una forma como otra de perder el tiempo, una evasión superficial o una simple pose social. No creo que la gente que lee tenga nada esencialmente mejor que la que no lo hace. Pero hecha esa salvedad, creo que las novelas nos pueden ayudar. Las leemos en momentos distintos de la vida y nos dicen cosas distintas. Pero cosas que ya estaban ahí. El texto hace que resuene dentro de ti algo que en el fondo ya sabías. Una novela como la mía, por ejemplo, que trata conflictos familiares, no la puede leer igual una madre con hijos pequeños que la misma madre con los hijos ya crecidos. O dos personas cuyas infancias fueron distintas. O un europeo y un africano, o un anciano y un joven. No sé qué pensaré de ella yo mismo, por ejemplo, cuando tenga la edad de Roberto, si es que llego. Tal vez la aborrezca, quién sabe.
Por lo que respecta a la familia, no sé si diría (en el libro no lo digo) que todos hacemos cosas que detestamos por culpa de nuestra familia. Lo que digo es que hacemos cosas que no haríamos, que tomamos decisiones distintas a las que tomaríamos. Y eso no es necesariamente malo. Sí creo que la familia, así, a secas, no es un elemento de valor positivo ni negativo. Criticarla o alabarla no tiene ningún sentido. Es como criticar al mar o a la luna. Lo que sí se puede criticar es cierta concepción de la familia en la que los vínculos de poder se establecen mediante una autoridad arbitraria, abusiva, y ahogan la libertad personal. Eso le ocurre a Roberto, el personaje de mi novela, y ocurre cada día en todas partes del mundo.

-El personaje principal, Roberto, es un traductor que ama profundamente su oficio y detesta a los que creen que cualquiera puede vertir un idioma a otro. ¿Esa visión es la tuya?

-De nuevo me suena un poco fuerte lo de detestar... Pero sí, la visión de la traducción que se da en el libro se parece a la mía. Traducir es una labor delicada, que requiere humildad y respeto. No se trata solo de conocer dos lenguas. Traducir es investigar. Si crees que ya sabes lo suficiente antes de empezar, o eres un genio o un inconsciente. Más probablemente lo segundo. Se trata de crear un texto en el que otro autor, que escribió previamente en otra lengua, se siga reconociendo; pero al mismo tiempo ese texto debe no chirriar en el oído de los lectores hablantes de la lengua de llegada. Eso a veces requiere casi un milagro. El texto nuevo, eso que llamamos traducción, nos alcanza y nos oscurece a la vez el otro texto, el que llamamos original. Oswald de Andrade vinculó a Shakespeare con las lenguas tupí-guaraní (casi extintas) con estas palabras: “tupí or not tupí”. Esa frase es un puente finísimo y quebradizo que nos permite transitar la distancia sideral entre el occidente judeocristiano y los indios que ese occidente casi extermina hace cinco siglos. Que los tupí-guaraní vivan o que desaparezcan. La traducción se parece a esa frase. Es un fracaso precioso. A mí me ayuda mucho traducir porque me hace consciente de lo pequeño que soy, de lo poco que sé.

-La novela plantea un conflicto muy profundo entre un padre y su hija. ¿Es la sociedad del bienestar la que mejor hace aflorar lo peor de nosotros mismos?

-Para mí el mundo es uno, no se separa en cajones estancos. Para que unos vivamos en esa llamada sociedad del bienestar han tenido que ocurrir -y siguen ocurriendo sin descanso- fenómenos compensatorios en otros lugares del mundo, ya sean lugares físicos o sociales. Hay que exprimir la naranja para que dé zumo. El conflicto entre Roberto e Isabel, que es un conflicto personal latente desde mucho tiempo antes, solo aflora cuando entra en juego Jacinta, una inmigrante. En el primer mundo se aprovecha la fuerza de trabajo de los inmigrantes jóvenes con horarios maratonianos y sueldos bajos, pero en cuanto se acerca la hora de pagarles la pensión intentamos hacernos los suecos. A la gente le irrita que haya hijos de inmigrantes en nuestras escuelas, y tampoco les gusta verlos en la cola del ambulatorio. De hecho, ahora nuestro Gobierno les subvenciona billetes de vuelta a sus países. Europa siempre hace lo mismo: chupar la pulpa de la fruta y tirar la cáscara al jardín del vecino. A los europeos nos cuesta mucho reconocer responsabilidades colectivas. Por motivos de trabajo conozco a gente joven de muchos países, y tengo la sensación -tal vez equivocada- de que los jóvenes europeos están muy infantilizados. No se dan cuenta de dónde sale su bienestar y viven como si el mundo hubiera empezado cuando nacieron ellos. Asumen que la explotación y el abuso histórico infligido por españoles, portugueses, holandeses, ingleses o belgas por todo el globo no tiene nada que ver con ellos ni con su vida cotidiana en el presente. Como si el bienestar fuera una especie de característica nacional de su país, sin vínculos con una violencia original. A mí me parece que, o cambia mucho esto, o Europa es el lugar donde menos cosas importantes van a ocurrir en el futuro, tanto política como humanamente. Es una especie de decorado gigante de una película de Visconti, donde nos regodeamos en nuestra propia decadencia. Vivimos con menos estrecheces que otros, pero a costa de una espiritualidad reprimida. Somos pobres por dentro.

-La historia avanza sin descanso a lo largo de 168 páginas, sin pausas ni divisiones en capítulos. ¿Por qué elegiste esa opción?

-Diría que me eligió ella a mí. Hubo capítulos en varios borradores de la novela, cuando era más larga y con más personajes. Pero conforme iba adelgazándola y puliéndola me parecía que los capítulos eran cortes bastante arbitrarios. En realidad, dejando aparte el planteamiento inicial, lo que se cuenta es un secuestro que dura cuatro o cinco días. Creo que es una experiencia lo bastante compacta y breve como para prescindir de divisiones, aunque no acabo de estar seguro. Simplemente sé que en un momento dado tuve la impresión de que los encabezados de los capítulos se secaban y se caían, así que ya los borré yo directamente.