viernes, 16 de junio de 2017

Javier Sáez de Ibarra: «Si esperamos a que se hunda el capitalismo para tomarnos una cerveza, seguro que se nos calienta»

Es difícil que te caiga mal alguien con quien, minuto y medio después de conocerlo, ya estás hablando de puros y patxaranes. Es lo que tiene que el autor y un servidor sean medio paisanos de una tierra que comienza la celebración de sus fiestas mayores con un muñeco que se convierte en humano. “Como Pinocho”, exclama Encarni, editora de Páginas de Espuma junto con Juan Casamayor. No es lo mismo, pero la comparación sirve para que la entrevista se demore más tiempo de lo previsto, a pesar de la insolente puntualidad de los trenes que regresan a Madrid desde Sevilla.

Colegas de piso, parejas, padres e hijos, amigos… Todos en situaciones de precariedad laboral, de fracaso. Y en todos los cuentos sobrevuela la honestidad, el cariño, la solidaridad. Por su parte, el autor también imprime a cada una de las historias del libro una cuidada dosis de humor. ¿Son el amor y el humor los salvavidas a los que aferrarnos en esos tiempos convulsos que provoca la crisis?
—Como mínimo, en un ochenta por ciento, sí. El amor nos salva siempre. Hace falta la lucha social para la mejora de esas condiciones, claro, porque si tienes un contrato precario o un sueldo con el que ni siquiera puedes vivir, al final el amor se resiente y el humor se convierte en mal humor. Por eso digo que no nos salva del todo. No me convence la idea del nido de amor como refugio de ese mundo horrible, no. Pero tampoco somos Superman y no creo que uno pueda estar luchando permanentemente. Incluso diría más: creo que el amor forma parte de la lucha.

Un capítulo del libro, “La gran huelga”, está escrito a modo de diálogo entre varios compañeros y con frases muy cortas, como si fuera una conversación de Whatsapp o de mensajes de Twitter. Algunas de esas frases, permítame la licencia, funcionan de manera independiente como aforismos y a mí me han servido para convertirlas en preguntas.
Por ejemplo: ¿”El que hace huelga siempre tiene razón”?
—Sí, siempre.

También afirma: «El odio es lo más importante. El odio lúcido, no el personal». ¿Cuál es la diferencia?
—Por odio personal entiendo el enfado con alguien que me cae mal o me ha hecho una faena, porque no le puedo perdonar. En cualquier caso, creo que hay que superarlo. Y cuando hablo del odio lúcido… La palabra “odio” es muy fuerte, pero a lo que me refiero es a no olvidar las injusticias. No tanto que yo odie al señor que se aprovecha de los trabajadores o los explota, sino que no me puedo olvidar de lo que pasa. De ahí la lucidez: la conciencia de un mal más que un sentimiento destructor.

—«La huelga es el tiempo que nos quitamos para brindárselo al futuro».
—(Sonríe) No lo había pensado, pero ahora que lo has leído sí que funciona como un aforismo… La huelga, claro, es el último recurso. Yo he hecho muchas huelgas, como profesor de instituto, y hay compañeros que no pero que luego se quejan de la ley tal, se quejan del futuro pero no se mueven. Piensan que la huelga no vale para nada más que para perder dinero. Bueno, sirve también para dar ejemplo de honestidad moral, incluso a los alumnos. En ese sentido, es una apuesta de futuro como forma de reivindicar que no nos rendimos.

—«Todo el que hace huelga tiene razón. Siempre. Pero la razón no mueve el mundo. Sino lo contrario». ¿Es esto una crítica a la razón pura, señor Kant?...
Weber habla de la razón que mueve el mundo, que es una razón económica. La racionalidad al servicio de la economía. Si yo trabajo pero no gano lo suficiente para vivir, eso no es razonable. Si tenemos un servicio productivo que provoca el calentamiento del planeta, eso no es razonable. Si yo antes me podía bañar en un río y ahora no porque está contaminado, eso no es razonable. Es lo contrario de la razón: la irracionalidad.

Y al final de ese intercambio de diálogos en el relato, concluye usted: «Y luego, irse a tomar una cerveza»…
—Claro. Si esperamos a que se hunda el capitalismo para tomarnos una cerveza, seguro que se nos calienta. Habremos perdido la vida. Sabemos que nuestra resistencia y nuestra capacidad de lucha son limitadas. Esto puede sonar derrotista, pero creo que es sensato. Por eso no debemos abandonar ni a los amigos ni la lucha.

El libro cierra con una tercera parte, un capítulo único titulado “Cuento capitalismo”. ¿Es el capitalismo el gran cuento chino que nos han contado?
—Obviamente, sí. Lo que pasa es que es un cuento muy bien contado y muy bien impuesto. Cuando la gente pronuncia la famosa frase “Esto es lo que hay”, eso es un cuento. Lo que hay son muchas más cosas. Hay que superar el cuento para ver lo que de engaño hay ahí. Por eso este cuento está puesto en el libro en último lugar. Es la teoría que enmarca la realidad y que permite situarla y comprenderla. No se trata sólo de quejarse, sino de averiguar el por qué, la lógica que hay detrás de la protesta.

lunes, 23 de enero de 2017

Fernando Sánchez Calvo: "Una cosa es ser sentimental y otra un llorón literario"

Llega a nuestras manos la primera novela de Fernando Sánchez Calvo, De la vida vulgar (Triskel Ediciones, 2016); donde volvemos a encontrar la voz singular de este autor madrileño, así como buena parte de los temas que le son tan caros. Una vez más, y ya van dos, desde este blog, le agradecemos que nos dedicara un poco de su tiempo para responder a este breve cuestionario.

Esta novela, De la vida vulgar, supone su primera incursión en este género narrativo. ¿Se ha sentido más cómodo, ha disfrutado más con ella que con los cuentos?
—Se puede decir que he disfrutado de la incomodidad de la primera vez. Más habituado al cuento, cuya estructura y trabajo es más implosivo, parecido a un poema, me he deleitado con el “dulce sufrimiento” que supone enfrentarte a un técnica, una extensión, que en principio no dominabas. Aun así, tenía la estructura de ésta ya trazada, lo cual ayuda, y mucho. No es que el cuento no necesite una planificación, pero con que te ronde diez días por la mente es suficiente. En cambio, en la novela me he tenido que poner a dibujar, como si fuera un arquitecto, la estructura previamente.

Y al igual que en sus cuentos, la familia, con todos sus secretos y sus miserias propias, vuelve a ser clave. ¿Es la familia una fuente inagotable de inspiración?
—La familia nunca se agotará. Por lo menos en mi caso. Los padres y los hijos existirán siempre, y en la literatura también.

El protagonista de la novela es un personaje despreciable, odioso. ¿Cuál es el motivo para darle ese rol central?
—El motivo es indagar en un concepto que ya se inventó en el siglo XX: el antihéroe. Dado que el tema central, en mi opinión, de la novela, es la incapacidad del ser humano para superar la muerte de los seres queridos, tenía el deber moralmente literario de perfilar un carácter destructivo, misántropo, que no estuviera a la altura de su familia.

¿Usted odia a Daniel, el protagonista de la novela?
—Si existiera, no me caería en gracia, pero más que odiarlo lo compadecería. En esta vida, y en la otra, en la ficticia, me producen hilaridad las personas que vuelcan sus problemas sentimentales o de cualquier otra índole en los demás. Son tan ridículos y esperpénticos que, vistos desde la distancia, me divierten.

Muchas mujeres rodean al protagonista, y ninguna puede salvarlo de su destino. Estos personajes femeninos aparentemente secundarios, ¿lo son en realidad?
—No son secundarios. Sí en su individualidad dado que cada una de ellas por sí sola no aparece ni una décima parte de las páginas que aparece Dani. Pero yo prefiero concebirlas a todas como distintos tentáculos de un pulpo, es decir, distintas caras pertenecientes a un ente común que, como usted dice, por mucho que lo intentan no pueden salvar a Dani. Cuando el ser humano se obceca ridículamente en no querer superar las tragedias, ni la mejor de las voluntades puede convencerlo de lo contrario. Querer fracasar es muy fácil, y vende mucho. En el fondo Dani imposta su tragedia.

Sabemos que autor y narrador son individuos distintos. Aun así, ¿teme las comparaciones? ¿Le asusta que alguien trate de buscar similitudes donde no las hay?
—Siempre me ocurrió y lo tengo merecido. Intento reproducir ambientes que viví o vi porque escribo más convencido y me sueno más natural si por lo menos domino el vocabulario o sensaciones de algo de lo que fui testigo o protagonista, pero yo no soy Dani. Y si lo soy, todos los que hemos perdido o perderemos a nuestro padre somos Dani. Puede parecer pretencioso, pero yo supero de manera más honesta que mi personaje las pequeñas y grandes tragedias domésticas.

Una vez más, como en toda su narrativa, el sentido del humor es pieza fundamental. Cuéntenos más.
—El humor dignifica el llanto y nos salva de una literatura sensiblera que no aporta nada nunca. En ese sentido nuestra cultura, la española, lo ha hecho muy bien siempre. Desde Quevedo con su Buscón hasta Javier Marías. Una cosa es ser sentimental y otra un llorón literario. Lo último que se puede ser en esta vida y literatura. Además, el humor nos da otra perspectiva, poliédrica si se quiere, de los personajes, porque ellos pueden estar diciendo algo y tú ves luego como lector que hacen otra cosa, y eso, francamente, es muy divertido. La contradicción es divertidísima.

Y una vez más también, el teatro: referencias a su querido Valle-Inclán, una obra de teatro dentro de la novela, la importancia de los diálogos. ¿Hasta qué punto permite que el teatro se cuele en su narrativa?
—En esta novela es un capítulo, en mi opinión, bien utilizado, dado que es un enfrentamiento potente entre Dani y su familia al modo del más puro western. De ahí que el drama vivido y escrito por el protagonista se titule Sin perdón. Si lo utilizaré más veces, no lo sé. Me encanta romper las formas, pero deben estar justificadas con lo que ocurre en la novela.

El protagonista busca la huida, su salvación a través de la literatura y de las palabras. A él no parece que puedan salvarlo. ¿Nos servirán a nosotros?
—Si no nos sirven, si no nos redimen, por lo menos nos aliviarán.

Por último, varias preguntas extraídas del primer párrafo de su novela: ¿quién decide?, ¿quién hace saber?, ¿quién calla después? A usted le dejo el contexto de la respuesta.
—Decide siempre la otra o el otro. Lo hace saber el mismo que decide. Calla quien tiene más dignidad y sentido del ridículo y la discreción. El contexto, que lo pongan los lectores cuando disfruten (o no) de la novela.

lunes, 17 de octubre de 2016

Flavia Company: «Haru somos todos»

En japonés, Haru significa “Primavera”. Sin embargo, la novela refleja el ciclo vital de una persona, con sus primaveras pero también con sus inviernos…
Haru se llama así porque lo importante de su trayectoria es el fruto obtenido tras plantar la semilla y regar la tierra y esperar los ciclos necesarios para que lo sembrado florezca. Quizás demasiado a menudo relacionamos primavera con juventud y madurez con otoño o vejez con invierno. Pero, ¿cuál es la verdadera primavera? ¿No deberíamos verla allí donde nace o brota al fin aquello que brilla por su esencia? ¿Y puede llegarse a lo esencial antes de hacer el camino?

¿Cómo se crea el personaje de Haru, de quien empezamos a saber cosas desde sus cinco años hasta su vejez?
Haru somos todos. Podríamos decir que he procurado reunir en su camino aquello que nos identifica, nos une, nos iguala, nos despoja de adornos, nos aleja de imágenes. Haru se enfrenta al orgullo, al miedo, a la soberbia, a la impaciencia. Al dolor, al desconcierto, a la ambición, a la rebeldía. Al odio, al amor, a la indiferencia. Vicisitudes que, en uno u otro momento, todos conocemos. Nuestras vidas son todas iguales. Lo único que cambia es el orden en que experimentamos las distintas vicisitudes a las que debemos enfrentarnos.

Una de las lecturas de Haru es la del aprendizaje continuo y constante. En ese sentido, supone un gran homenaje al maestro, una figura que, entiendo, va mucho más allá de lo que implica el término “profesor”.
Es esta una novela de amor por los maestros, sí, por el aprendizaje, por la transmisión de conocimientos. Por el esfuerzo, que en mi opinión es un sinónimo de cultura. Haru rinde homenaje a las personas que prefieren enseñarnos antes que complacernos y complacerse. A las personas que comprenden la importancia del compromiso y de la disciplina. A quienes entienden la cultura y la educación como la verdadera manera de ser conscientes de nuestra identidad, de elegir, de ser libres.

En el texto hay ocasiones en las que un simple salto de párrafo supone un salto temporal de tres meses y la historia sigue fluyendo con total normalidad. ¿Cómo se consigue ese lenguaje, ese clima?
El espacio es el tiempo. Si comprendes la importancia del espacio, dominas la sensación del tiempo. Aquí es ahora, si entiendes lo que es aquí. Por esta razón el tratamiento temporal de la novela resulta singular y deja en los lectores y lectoras una sensación, según me comentan, de dilatación temporal. Quizás por ello hacen después tan suya la frase que aparece en la cubierta primero y en la novela después: Cada día es una vida entera.

El libro está plagado de sentencias, como ese «Cada día es una vida entera» que menciona, que en otros libros funcionarían como respuestas a problemas concretos mientras que en Haru más parecen preguntas e invitaciones a la reflexión por parte del lector
Las reflexiones a las que llevan las distintas situaciones que se desarrollan en Haru son inevitables, como el disparo de la flecha que surge del arco bien tensado y del arquero en la posición correcta. No son buscadas. Son encontradas. Surgen en el camino del acontecimiento, de la historia que se cuenta, que no podría ser contada de otra manera. Forman parte de la historia. Son la historia.

La novela no se desarrolla es un escenario temporal concreto (puede ser el siglo XIX, puede ser la actualidad) pero parece claro que sólo podría desarrollarse en Oriente. ¿Nos queda a los occidentales mucho por aprender de toda esa filosofía o ese modus vivendi oriental que plasma en la novela?
A todos los seres humanos nos queda lo mismo por aprender: que la identidad nada tiene que ver con la identificación. Que mientras la identificación con el grupo es intercambiable, la identidad es propia y no puede canjearse. Que la identificación con lo propio es el verdadero nudo que debemos deshacer para fluir: familia, patria, religión. Club, etiqueta, estatus. No constituyen una identidad. No construyen: excluyen. ¿Es error exclusivo de los occidentales? No. ¿Por qué entonces he situado la novela en Oriente? Porque orientales somos todos. Todos somos todo. Todos somos uno.

Sé que ya ha recibido una propuesta para llevar al cine Haru, sé que no ve esa opción como algo descartable pero también sé que le gustaría que el director de la película fuera oriental. ¿Conoce a Hiroyuki Morita? Trabajó con Kurosawa y una de sus películas como animador se titula, precisamente, Haru en el reino de los gatos…
Haru en el reino de los gatos en una película de animación, ¿verdad? ¿No tendrás por casualidad el teléfono de Ang Lee? (Risas) Si Haru llega al cine será de un modo en que se respete su calma, su filosofía y sus principios. Sea como fuere, mi deseo es que llegue antes a sus lectores y lectoras. Y puesto que
Haru somos todos, los lectores y lectoras son todos también.

lunes, 6 de junio de 2016

Fernando García Calvo: «Cualquiera de nosotros es más interesante como personaje que como ente real»



El segundo libro recopilatorio de cuentos de Fernando Sánchez Calvo, Los nombres propios de la pared (Bohodón Ediciones, 2016), nos sirve de excusa y motivo para entrevistar a este autor curtido en el mundo del teatro. La voz, honesta y comprometida, de este narrador pide la palabra, con sinceridad y sin solemnidad, y la pide para hacer buen uso y quedarse entre nosotros. Desde este blog, le agradecemos que nos dedicara un poco de su tiempo para responder a este breve cuestionario.


—Ha transcurrido casi una década desde su primera publicación narrativa. ¿Este silencio ha sido voluntario, obligado, pactado a medias por las circunstancias? Cuéntenos un poco.
—En silencio, lo que se dice en silencio, no he estado. He seguido escribiendo y  leyendo cuentos, relatos, para cafés, librerías, bibliotecas. De hecho Los nombres propios de la pared es un recopilatorio de toda la producción narrativa “oral” de estos años.  Sí es cierto que he puesto un pelín (sólo un pelín) los cuernos a la narrativa con el teatro, terreno en el que he volcado mis últimas creaciones con dos comedias, Homeless y Cárnica. En cuanto al difícil mundo de la publicación, en los años más duros de la crisis económica (que arrasó literalmente con muchas editoriales pequeñas) estuve a punto de publicar cinco veces con cinco editoriales distintas la que a día de hoy es todavía mi primera novela, De la vida vulgar, pero todas quebraron. Es una novela maldita. Parece que por fin va a ser publicada próximamente, pero si yo fuera la editorial no me fiaría. Corre un bulo ya sobre mí y es el siguiente: editorial que frecuento, editorial que cierra.

El libro se divide en tres secciones perfectamente delimitadas. ¿A qué se debe esta demarcación?
—Se debe al juego o experimentación al que me he sometido durante toda mi vida: buscar un equilibrio entre la emoción y el intelecto (esto es muy del 27). En Dale calor al frío procuro empatizar con el lector desde el punto de vista del “corazón”, si se quiere explicar así: pretendo que los avatares por los que pasan los personajes “afecten”, en el sentido literal de la palabra: En Dale frío al calor, por el contrario, pretendo analizar con frialdad, distancia y humor negro las miserias que rodean a cualquier hombre vulgar como yo. Por eso la primera parte es más narrativa y la segunda más ensayística.

¿Por qué acabar con la sección dedicada a la voz?
—Porque todos los relatos de este libro nacieron y crecieron para leerse en voz alta, algo que hemos perdido: la capacidad para “contar”. El lector moderno es listo, experimentado, hábil, profundo, pero solitario. Lee para sí mismo, y eso está bien para la novela, pero géneros como el del relato creo que pueden y deben, dada su brevedad, acercarse desde la voz alta. Se ganan muchos matices en este tipo de lectura. De hecho, yo tengo más seguidores como narrador oral que como escritor. Hay gente que tiene mis dos libros de relatos en la biblioteca de su casa, pero reconocen que no los leen, que prefieren esperar a que yo prepare algún recital en cualquier bar, librería o café. Y así, con un vino y un relato, nos acompañamos todos.

Siempre hay favoritismos, también en literatura: ¿cuál de estos cuentos figura entre sus preferidos, entre ésos que le son más queridos?
—El último, Para decir en voz alta. Yo creo que no volveré a escribir nada así. No digo que sea lo mejor que he escrito, pero sí lo más auténtico, lo que más me resume. Resume mis nostalgias, resume mi infancia y la de muchos de mi generación. Lo que he perdido. Lo que no quiero perder. Lo que no me gusta de los nuevos tiempos. Pero sin sentimentalismos, con humor: la mejor de todas las herramientas de la literatura y de la vida, en mi opinión.

En algunos de los cuentos hay veladas o explícitas referencias a la familia, tanto figurada como real. ¿Catarsis o evocación?
—La familia es el mayor manantial de ideas de la literatura y del arte en general. Si citáramos las hipotéticas cien mejores obras de la historia, en el noventa por ciento de los casos el germen nace en los padres, maridos, hermanos, primas... Estoy hablando de La caída de los cuerpos, Cien años de soledad, Agosto, Los soprano, Breaking Bad. En mi caso siempre he tenido presente a la familia. Tengo una comedia, Cárnica, varios cuentos de mi primer libro con El Gaviero Ediciones, Muertes de andar por casa, y alguno de este último recopilatorio (Adán y Abel) que hacen referencia directa a la profesión de mis padres y hermanos. Eso sí: hasta ahí llega la influencia. Mis mundos infantiles y juveniles me sirven literariamente como marcos, como ambientes. Después, llega la ficción y no puede ser de otra manera. No tiene sentido que hable de la vida de mi hermano como carnicero. ¿Por qué? Porque parafraseando a César Vallejo, «el hombre es triste, tose, lo único que hace es componerse de días, es lóbrego mamífero y se peina». Vamos: que la vida de mi hermano, y la mía, e incluso la de un trotamundos, es mediocre y vulgar a fuerza de repeticiones diarias, odiosas y manidas. Sólo el arte, con la ficción, nos convierte en más interesantes. Cualquiera de nosotros es más interesante como personaje que como ente real.

Y también podemos ver algo de crítica social. ¿Cuál es su visión a este respecto?
—Que sí, que es evidente que algo de ello hay, pero no una crítica social directa hacia cuestiones políticas, económicas, etc. Más bien se esconde una crítica hacia cómo resolvemos las personas dichas situaciones. Me interesa más leer cómo se descompone una pareja que atraviesa por apuros económicos que decir que todo esto pasa por culpa del político de turno, que en parte es verdad, pero para dicha crítica explícita hay otros géneros.

El sentido del humor es importante, o así lo parece. ¿Ha querido resaltar este aspecto o simplemente ha surgido a través del propio proceso de escritura?
—El humor lo es todo. El humor surge. Es más: todo surge gracias al humor, la única herramienta de la que dispongo para no cabrearme ante situaciones injustas. Por ejemplo, el primer cuento de este recopilatorio, Los nombres propios de la pared, que además da nombre al libro, nace de una experiencia real. Me acababa de independizar con veintiocho años y mis nuevos vecinos no me hablaban, me temían sin razón alguna. Por lo visto los antiguos inquilinos de mi piso no habían sido muy cívicos y esto predispuso a muchos vecinos en mi contra. Creían que iba a ser igual (fiestas en casa, ruidos, etc). Esta conducta duró un año y se manifestó de la siguiente manera: no coincidían adrede conmigo en el ascensor, si salíamos a la vez de casa ellos esperaban tras la mirilla de su puerta a que yo bajara primero las escaleras, me echaban en cara cosas tan absurdas como el dejar abierta la entrada del portal. ¿Qué hice yo? Empecé a vengarme e introduje notitas anónimas dentro de sus buzones donde los alentaba a que tuviéramos una relación cordial. Las notas rezaban, por ejemplo, así: “El ascensor sube siempre al sexto cielo” (vivíamos en el sexto ambos) o “Juntos podemos intentarlo”. Fueron tan aburridos que ni siquiera contestaron a la nota aunque fuera con un mensaje general para el bloque. A partir de  esta anécdota, escribí el argumento del cuento: la historia de un tipo que espía a sus vecinos a través de la pared para poder conocerlos mejor.

Pregunta quizá típica pero también obligada: ¿cuáles son sus autores de referencia y de cabecera?
—El primero, Ramón María del Valle-Inclán. Creo que inventó un nuevo “ojo” con el que mirar las cosas y la vida. El “esperpento” es el mejor invento estilístico de los últimos cien años. Ser capaz de reírse incluso de la muerte sólo está a la altura de los genios. Otros, narradores de pura cepa si se admite el término, Roberto Bolaño, y por supuesto Cortázar, Joyce, Faulkner. Con estos, quién va a fallar, ¿verdad? Luego, admiro a muchos autores jóvenes de este tiempo. Maximiliano Barrientos, Yuri Herrera, Samanta Schweblin. Y aunque no la escribo, soy un amante de la poesía: Claudio Rodríguez, Nicanor Parra y siempre, siempre, el gran César Vallejo.

Usted se ha dedicado y se dedica también al mundo de las tablas. ¿De qué manera ha influido esta otra faceta en la escritura de estos cuentos?
—No puedo decir que se hayan influido o retroalimentado, sino que ambas son caras distintas de la misma moneda. Me explico. Yo nací y crecí organizando teatrillos en mi casa. Pero yo también nací y crecí escuchando muchas voces en voz alta. Ayudaba a mi padre en la carnicería y por mis oídos pasaban a diario miles de conversaciones de clientas, réplicas ingeniosas, maldades, exabruptos, etc. También ha tenido mucha presencia en mí la vida de los pueblos, mi pueblo concretamente, Navarrevisca, que como tantos municipios de la sierra están construidos a base de voces, de saludos sonoros, de gente entrando y saliendo de las casas no ya de los familiares, sino de los propios vecinos. Y en casa, merendaba, hacía los deberes, jugaba, siempre con la compañía de la radio como telón de fondo. Con esta infancia, evidentemente, cuando empecé a escribir, a actuar o incluso a dirigir, para lo que más predisposición y talento tenía era para el diálogo natural y simple, algo (por cierto) nada sencillo. Por eso escribo teatro y por eso mis relatos son tan “orales”. Pero el mérito no es mío: el mérito es de mi madre, de mis hermanos, de mi familia, de la montaña, de la radio, de las señoras que discutían en la carnicería de mi padre por ver quién de las dos había pedido la vez primero. Y yo todo esto siempre lo observé como un espectador: siempre me gustó ver, incluso la vida, como una obra de teatro con sus clímax y anticlímax.

Para acabar, y si me permite el símil cinematográfico, usted ha realizado ya dos cortos: ¿para cuándo el paso al largo? ¿Lo tiene previsto?
—Como dije antes, lo tengo previsto, si hay suerte, para finales de este mismo año o principios del siguiente. De la vida vulgar es una novela breve que nace a partir de un hecho doloroso: la muerte del padre. A partir de ahí, y de nuevo con el humor como ingrediente fundamental, el protagonista intenta afrontar dicho episodio de la manera menos digna posible. Es una novela muy experimental, heredera de la vanguardia. Para mí, la forma es más importante que el propio contenido. De hecho, la forma es contenido. No hay muchas cosas nuevas que contar, pero sí nuevas maneras de contarlo. Si todo va bien, se podrá leer pronto. Estoy reescribiendo algunos pasajes que no me convencen. La novela se escribió hace ya cinco años y el estilo, como uno mismo, va cambiando.

viernes, 13 de mayo de 2016

Felipe R. Navarro: «No entiendo lo del sufrimiento escribiendo»

Quince años después de su libro de relatos Las esperas (Ed. Renacimiento, 2000), el autor malagueño Felipe R. Navarro reúne una nueva colección de cuentos bajo el título Hombres felices.

Hizo usted literalidad del título de su primer libro y las esperas han durado quince años. ¿Por qué tanto?
—Los nombres son importantes, se dice en El Quijote. La elección del nombre define… La verdad es que en un momento de mi vida tomé una decisión personal y aparté la literatura de mi lado. Pero como soy abogado y los abogados somos gente poco honrada, he vuelto a las andadas. Empecé de nuevo de manera un tanto casual, escribiendo notas en borrador, en Facebook… Mi hermano me animó a crear un blog y a los dos meses me di cuenta de que se me estaban montando una serie de textos que no tenían nada que ver con lo que yo pretendía (puro entretenimiento) pero que estaban explicando una cosa. A partir de ahí, lo tomé en serio y me propuse ver hasta dónde podían dar de sí. Fue una decisión consciente el dejar la literatura y una decisión casi inconsciente el retomarla.

Sin destripar el contenido del libro, quizás sí se pueda decir que la rotundidad del título no se corresponde exactamente con lo que uno va a encontrarse en el interior. Es verdad que hay hombres felices pero también hay otros que no lo son tanto… ¿Cómo llega a ese título?
—Hay una cita de Tawfiq Al-Hakin que descubrí en 2003 y que dice: «El que tiene una vida feliz no la escribe y se dedica a vivirla». Me pareció muy potente y creé una carpeta que se llamó “Hombres felices”. Años después, cuando me pongo a montar el blog, recupero ese título y, cuando recopilo los textos que en él he estado escribiendo, veo que responden a esa idea. De alguna manera, todo lo que estaba haciendo había saltado hacia atrás en el tiempo y se estaba encajando en esa idea. Efectivamente, es un título engañoso porque no es un libro sobre la felicidad. Si me apuras, es casi sobre todo lo contrario. Pero sí es cierto que hay gente feliz, que en un momento descubren esa iluminación, esa epifanía y, además, en situaciones ordinarias, corrientes.

Y todo eso lo hace en una sucesión de relatos muy cortos. Sin embargo, llama la atención uno, mucho más extenso que los demás, y que ni siquiera lo protagoniza un hombre feliz, sino una mujer, no precisamente muy feliz por las circunstancias en las que vive. Creo que ese relato explica muchas cosas de usted como autor, de la estructura y justificación del libro. Llama también mucho la atención la figura del narrador, que aparece también como protagonista. ¿Puede ser él, en este caso, el hombre feliz?
—No sé si es feliz, lo que sí es muy honesto contando lo que está contando ahí. Es el último cuento que se incorpora al libro. Yo llevaba mucho tiempo dándole vueltas a qué podía incluir para que se activase todo el mecanismo. Me costó mucho porque, de las tres capas de reflexión que contiene el relato, era muy sencilla la primera, relativamente sencilla también la segunda pero la tercera, que era que el narrador estuviera ahí y se adueñara del cuento, me interesaba muchísimo. Cuando lo terminé me di cuenta de que el cuento actuaba como presentación y casi como resumen de todo el libro.

En ese cuento hay varias frases que podrían definir su forma de enfrentarse a sus relatos. Hay una que me ha llamado mucho la atención y que dice: «Para sobrevivir nos construimos como metáforas». ¿Necesitamos disfrazarnos, engañarnos, para ser felices?
—Sí que necesitamos determinados escudos. En ese sentido, ese convertirnos nosotros en metáfora o en parte de un relato, me parece necesario. Es una de las pocas herramientas que tenemos para, al menos, ponernos al comienzo del camino. Organizamos nuestra vida a base de imágenes que están destinadas al otro siempre, de forma permanente. Y eso para mí es construirse como metáfora. Permanentemente estamos sometidos a construcciones narrativas aunque no lo sintamos, es algo natural.

En el relato El modelo todo gira en torno a un cuadro de Edward Hopper. Y lo que he visto en sus relatos es eso, cuadros de Hopper, No hay una narración lineal al estilo clásico (presentación-nudo-desenlace) sino que presenta y desarrolla un escenario o un momento puntual de la vida de los personajes. ¿Era su intención hacerlo así?
—Sí. He huido de manera deliberada del planteamiento clásico, porque hay una idea que desde hace mucho tiempo me da vueltas y que tiene que ver casi con el teatro. Me interesa mucho conocer cómo uno se desenvuelve en una escena concreta, más allá de la historia completa. Ahí no hay nudo, no hay desenlace. Me interesa el momento concreto. Lo que suceda después no me importa, no me interesa cómo se resuelvan las historias, porque no dependen solamente de uno mismo, porque no somos los únicos que intervenimos en la historia. Y eso excluye someterse a la estructura clásica del cuento calderoniano.

El hecho de escribir le produce felicidad o es, como sostienen algunos autores, un tormento, un dolor?
Murakami, en su libro De qué hablo cuando hablo de correr dice que el dolor es inevitable pero el sufrimiento es opcional. Yo, que me pagado la carrera trabajando y que he realizado jornadas de trabajo físico de doce o catorce horas, no entiendo lo del sufrimiento escribiendo. El que lo sufra, que se vaya a trabajar al muelle… Yo pretendo divertirme haciendo lo que hago. Si yo no me lo estoy pasando bien, ¿para qué seguir? No me pagan tantos derechos de autor como para que merezca la pena el que yo pase un mal rato.

El libro se cierra con lo que usted llama “la ineludible nota” de agradecimientos. ¿Es este “relato autobiográfico”, si me permite llamarlo así, en el que más hombres felices aparecen?
—Sí que es cierto que es un relato autobiográfico y que explica mucho cómo este libro ha sido posible. La gente que está ahí me ha colocado en esa posición de la escritura y me han descubierto el término de “obligación moral”: tú sabes hacer una cosa, hay gente que le gustaría hacerlo y no saben o no pueden, y tú tienes la obligación moral de ir hasta el final con esa capacidad. La gente que me ha dicho que soy mejor persona escribiendo está ahí. La gente que ha visto lo que estaba escribiendo y me ha animado a continuar también está ahí. En ese sentido, sí es la historia de un hombre feliz. Y yo creo que el resto también están felices porque al final ellos también recuperan con este libro una parte de su historia. Esa nota explica mucho el por qué este libro existe.