—En Días de diario decía usted, puede que irónicamente, que en España se le estaba empezando a considerar “un novelista venido a menos”. Después de tres años de trabajo, ¿se ha tomado quizá La noche de los tiempos como una forma de revancha para recuperar su “buen nombre”?
—No era irónico. Un crítico había escrito eso de mí, y me sentí muy dolido. Cuando uno recibe críticas negativas siempre teme que en el fondo tengan más razón que las positivas. En cualquier caso, las novelas no se escriben para tomarse la revancha de nada. Bastante difícil es ya escribirlas. Una novela quizás sea el encuentro entre una idea narrativa y una profunda necesidad interior.
—Philip Roth habla de la indignación que le empuja a escribir una novela. En su caso, ¿de dónde provino la necesidad de examinar el tiempo en el que transcurre la suya de la forma en que lo ha hecho?
—Hay varios factores que yo puedo identificar, aunque es probable que el impulso mayor para escribir una novela sea inconsciente. En primer lugar, ese mundo español y europeo de la gran crisis de los años 30 me ha apasionado siempre. He escrito y leído mucho sobre él, y tengo una familiaridad bastante detallada con sus estados de espíritu, su estética, su vida cotidiana. También había algo que a mí me ha interesado mucho siempre, que es la indagación en la pasión amorosa entre hombres y mujeres, especialmente mujeres emancipadas y muy conscientes de su propio albedrío, que son las que a mí me gustan. Algo más fue apareciendo, con lo que yo no contaba al principio: la paternidad, el modo en que un niño ve desde cerca pero desde fuera las lejanías y las rarezas de su padre. También creo que hay dos factores políticos, uno la alarma que me produce desde hace años la brutalidad verbal de la política española, incluyendo en ella a esos comentaristas en los medios que se dedican por sistema a echar gasolina al fuego; el otro factor, la frivolidad gubernamental sobre la república y la guerra civil, la manipulación en forma de tebeo sentimental de una historia terrible. Todo eso, muy mezclado.
—Supongo que el retrato que hace de algunos personajes reales en La noche de los tiempos, unido al punto de vista ideológico con el que aborda los últimos días de la II República, habrá ocasionado incomodidad en ciertos colegas de su generación. ¿Cree que el debate que de forma implícita propone su libro pueda verse mermado precisamente por esa incomodidad?
—En España, por desgracia, casi nunca hay verdaderos debates: sólo intercambios de anatemas y de consignas, cuando no de simples insultos. Dos meses después de la salida de la novela puedo decir que ha sido aceptada bastante bien por muchos lectores que, como yo, tienen convicciones progresistas. Al fin y al cabo lo que yo cuento ha estado desde hace muchos años a la vista de todos, y no hay que leer a Pío Moa para enterarse de las barbaridades cometidas en el bando republicano durante la guerra, o de la irresponsabilidad y el sectarismo que se apoderaron de la izquierda en esos años, igual que de la derecha. Los testimonios más duros son también políticamente los más intachables: Barea, Chaves Nogales, Zugazagoitia, el propio Manuel Azaña. No es un problema de ideología, sino de aceptación de los hechos tal como sucedieron.
—Recientemente ha manifestado que, en el proceso de elaboración de esta novela, pasó por grandes momentos de desaliento. ¿Cuáles fueron los principales dilemas interiores que le asaltaron? ¿Cuánto podría decirse que hay de usted en Ignacio Abel?
—A mí el desaliento me acompaña cada día en mi trabajo, cada vez que me siento delante del ordenador o del cuaderno. El dilema más profundo, y más grave, era la pregunta de si había legitimidad estética en escribir una novela sobre un mundo no conocido por mí. Y luego, el de encontrar una construcción que incorporara hechos históricos en una trama narrativa sin que ésta fuera sofocada por su peso. En el fondo, el problema es siempre el mismo: cómo contar algo con naturalidad, de modo que parezca que está sucediendo delante de nuestros ojos.
—Es evidente la labor de documentación que late en el fondo de su novela. Por otro lado, usted ha hablado siempre con admiración de Vida y destino de Vasili Grossman. Más allá de las presencias literales de Galdós o Henry James, ¿ha habido alguna obra de ficción que haya repercutido especialmente en la escritura de La noche de los tiempos?
—Galdós y James están en la novela porque son lecturas de la protagonista, Judith Biely, pero no exactamente por razones formales. Yo quería lograr un efecto de realidad, pero eso, en estos tiempos, no implica un realismo mimético del de Galdós, por ejemplo, o el de Flaubert o Tolstoi. En el caso de mi libro, creo que el efecto de realidad está basado en técnicas aprendidas de lo que se llama en inglés modernism: la gran sacudida en el arte de la novela que traen consigo, cada uno a su manera, Joyce, Dos Passos, Virginia Woolf, Proust. El uso del collage con textos de periódico, por ejemplo, está tomado de Joyce y Dos Passos. El fraseo y los saltos de una conciencia a otra casi en cada línea los aprendí de Virginia Woolf. A veces hay capítulos de un naturalismo voluntariamente arcaico, porque tienen que ver con un mundo arcaico en sí mismo, que es la familia de Adela. Cuando veo que algún crítico dice con desdén que lo que yo he hecho es “realismo galdosiano” me pregunto si ha leído la novela. Quizás habría que preguntarles que hay de galdosiano en el uso del tiempo, por ejemplo, o en el juego del punto de vista y la voz narrativa.
—Usted ha “envidiado” en alguna ocasión la solidez de ciertos escritores norteamericanos vivos. ¿Cómo ha influido su contacto directo con la narrativa estadounidense, desde que vive en Nueva York, en la evolución de su obra? ¿En qué ha cambiado el Muñoz Molina de, por ejemplo, El invierno en Lisboa respecto al de La noche de los tiempos? ¿En qué sigue siendo el mismo?
—Cuando escribí El invierno en Lisboa tenía una ansiedad de cosmopolitismo muy propia de aquella época y de mi generación. Todos queríamos mostrar que éramos grandes viajeros y lectores internacionales, pero la mayor parte de nosotros —quizás con la excepción de Marías—sólo habíamos estado en viajes de grupo organizados por el ministerio de cultura y sólo leíamos libros traducidos. Quizás he cambiado en que tengo algo más de solidez intelectual y menos autoindulgencia en el ejercicio del estilo (el contacto con la lengua inglesa le enseña a uno a controlar la retórica). Y que sé bastante más de la vida, claro está. Sigo siendo el mismo en el entusiasmo por las cosas que me gustan y en la incertidumbre sobre lo que hago.
—En la lista elaborada por The Times de las cien mejores novelas de la última década, no aparece ni un solo autor que escriba en castellano. ¿A qué cree usted que es debido? ¿Cómo ve la recepción de la literatura en español en el resto del mundo?
—Eso no dice nada sobre el valor de las novelas escritas en español, y sí mucho sobre el profundo provincianismo literario del mundo anglosajón, que sólo acepta de verdad al que viene de España o de América Latina si puede calificarlo de exótico. Exótico siempre significa inferior. En Estados Unidos hay más presencia de libros traducidos del español, pero tampoco demasiada, con la excepción primero de Borges y ahora de Roberto Bolaño. Marías tiene una presencia crítica muy sólida, y algunos de mis libros se van abriendo paso en América, pero no en Inglaterra. El resto de Europa es distinto: en Francia, en Italia, en Alemania, en los países escandinavos, en Israel, se lee bien a bastantes de nosotros.
—Volviendo a nuestro país, da la sensación de que se ha producido una ruptura de sensibilidades entre los escritores de su generación y los nacidos en la década de los setenta. Aunque no se pueda generalizar, en esa quiebra incide además un cambio de actitud ante la realidad en quienes no padecieron el franquismo. Desde el punto de vista estrictamente literario, hay quien se pregunta por el sentido que tiene escribir otra novela sobre la guerra civil si no va acompañada de un nuevo lenguaje que cuestione la construcción ideológica de la realidad y de la memoria. ¿Qué opinión tiene al respecto? ¿Está al tanto de lo que escriben esos jóvenes autores?
—A lo del nuevo lenguaje creo haber respondido anteriormente. Los libros se salvan o se condenan de manera individual: los libros sobre la guerra civil o sobre el ciberespacio. Leo a gente joven, claro que sí, de España o de fuera, pero no con la conciencia de estar interesándome por un cierto grupo social o de edad: leo libros y autores, no categorías.
—Para terminar y en relación con la última pregunta, ¿qué le diría al escritor que empieza y que se siente abrumado por el peso de la tradición, de un lado, y por la tiranía de lo nuevo, de otro?
—En países como España, donde todo está manga por hombro, y donde la finalidad de todo gobierno nacional, regional o local es promover el analfabetismo, el peso de la tradición es prácticamente nulo, porque faltan verdaderas instituciones educativas que la transmitan con eficacia. Ese sería un problema en Francia, no aquí. Aquí es más peligroso el papanatismo de lo último, pero ya era así cuando yo empezaba a escribir. Las cosas cambian menos de lo que parece. En los años setenta había que escribir como Juan Goytisolo para estar al día. Ahora supongo que los modelos son igual de caprichosos, y de coactivos. Pero si se quiere aprender una lección de libertad radical en la escritura, de parodia y juego, de autorreferencia, de metaliteratura, sigue sin haber un modelo más actual que el Quijote.
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