—Tu obra suele articularse a partir de mecanismos de ficción y temas reales o de actualidad, pero en ningún caso la situaría en terrenos afines al Nuevo Periodismo, tampoco la considero híbrida (tal y como se entiende el término hoy en día, aunque toda literatura tiene su punto mestizo).
—Me interesa la realidad como punto de partida, no como fin en sí misma. Tiene que ver —supongo— con las razones que me llevan a escribir. Retener la realidad es una de ellas. Aunque no basta con eso. Si yo conociera de primera mano un crimen como el que narra Truman Capote en A sangre fría, contaría la historia del vecino que lo vio todo pero calló porque esa misma noche se la pegaba a su mujer con otra. Más que la realidad, me interesan sus intersticios, la grieta por donde todo se resquebraja. Y con respecto a las hibridaciones: hace tiempo que quiero escribir novelas que combinen géneros supuestamente populares y otras cosas. La novela de terror, el thriller de médicos, el realismo social, la novela sentimental e incluso la novela negra están en Hacia la luz.
—La voz siempre tiene un peso importante en tus proyectos. Muchas de tus novelas son monólogos entrecruzados o coros.
—La focalización narrativa me obsesiona. Llevo años obsesionada con la omnipresencia del yo en la narrativa actual, y creo haber encontrado una explicación que tiene que ver con la subjetividad como último reducto de la literatura en su enfrentamiento con el mundo audiovisual. Desde luego, la voz es la gran decisión de un novelista. No logras dormir tranquila hasta que consigues saber quién narra y por qué motivo. Siempre que puedo, recurro a la multiplicidad de voces. Es una dificultad que me divierte y que aporta a la historia una riqueza que la equipara con la propia vida. Al fin y al cabo, a todos nos gusta conocer distintas versiones de los mismos hechos.
—Has trabajado en la radio y tienes un libro (Solos) de aliento teatral.
—El teatro me interesa desde hace muchos años. Casi me convierto en directora. Estudié arte dramático, milité en grupos de aficionados e incluso llegué a cantar en una versión de La verbena de la paloma. Pero al final lo dejé y me he conformado con escribir sobre teatro en diferentes periódicos. Y he leído muchas, muchísimas obras.
—Da la sensación de que a veces tus intereses parten de la recuperación de testimonios (como en Los ojos del lobo, sobre el asesinato de Sonia Carabantes) o de su recreación (como en Trigal con cuervos, sobre el genocidio armenio).
—Retener la realidad es una de las razones por las que comencé a escribir. De pequeña escribía de forma obsesiva sobre las cosas que me rodeaban: los asistentes a una fiesta, los pueblos que dejaba atrás en un viaje por carretera… Anotar sus nombres en un cuaderno los libraba del olvido, de algún modo los redimía de algo… Sigo escribiendo obsesivamente cuando viajo. Lo anoto todo, todo. Sospecho que también en mis novelas trato de retener una realidad formada a partes iguales de sucesos y de las emociones que esos sucesos despiertan en mí. El asesinato de Sonia Carabantes, por ejemplo, llamó mi atención en un momento muy concreto de mi vida, después de haber dado a luz a una niña. Sentí la necesidad de escribir sobre la desesperación que provoca perder a una hija. Casi todas mis novelas tienen puntos de partida semejantes: suceso y emoción.
—Para evitar los convencionalismos de la realidad (nuestra opinión sobre las cosas), en Hacia la luz utilizas la fantasía (la descripción de aquello que no podemos ver o entender con claridad) aunque sin dejarte llevar por tentaciones kitsch (caprichosos paisajes del Cielo o del Infierno).
—Antes hablábamos de las grietas por donde la realidad se resquebraja. Lo sobrenatural es una de ellas. No sólo porque nuestros temores hablan de nosotros mejor que cualquier otra cosa, también porque forman parte de una especie de imaginario universal que todos compartimos: el miedo a la muerte, a lo que regresa del Más Allá, a traspasar cierto umbral desconocido, a la muerte como concepto abstracto, a la verdad demasiado desnuda… Son asuntos sobre los que —en mi opinión— vale la pena escribir. El problema es que se ha escrito mucho, y el lugar común (o kitsch) está demasiado presente. Hay que armarse de valor para permitir que algún fantasma se cuele en tu trama. Pero si lo hace con la misma naturalidad con que a veces lo terrorífico irrumpe en nuestras vidas, puede resultar muy estimulante.
—Los personajes principales de la novela parecen muertos en vida (por su pasado, por su inamovible posicionamiento ante las cosas o por su resignación).
— Un amigo me dijo una vez que mis personajes no piensan. Fue un comentario al que di muchas vueltas. Durante un tiempo traté de ponerle remedio. Pero van pasando los años, y mis personajes siguen sin pensar. Obran de forma impulsiva, llevados por sus vísceras. Creo que todos ellos han heredado lo peor de mí misma. En Hacia la luz, los únicos resignados son los moribundos, porque no les queda otro remedio. A los protagonistas yo los veo como auténticas locomotoras: se dejan guiar por sus intereses sin detenerse ante nada ni nadie.
—Al final, la novela invita a pensar que relacionarnos con la muerte nos proporciona una experiencia que a menudo queremos dejar de lado (por miedo, ignorancia o dejadez) como si no nos incumbiese.
—La ficción siempre invita a la toma de posiciones. El asunto de esta novela sé que espantará a ciertos lectores. Del mismo modo, me gustaría que permitiera, a quienes lleguen al final, ver las cosas de un modo menos dramático. Morir no es terrible si se ha disfrutado de la vida. Para disfrutar de la vida creo que no viene mal saber que la muerte acecha. Y para ello es imprescindible poder hablar sobre la muerte con naturalidad, sin esconder nada, sin recurrir a eufemismos, sopesando qué clase de muerte deseamos para nosotros y para aquellos a quienes amamos. Mientras me documentaba para la escritura, me refirieron el caso de un matrimonio que durante cincuenta años de convivencia jamás se habían atrevido a hablar del tipo de muerte que desearían. En aquel momento, el marido se hallaba conectado a un respirador artificial y la mujer no sabía lo que él habría deseado que hiciera ella en un caso así. Me pareció algo terrible. No vendría mal vivir pensando que moriremos. Ni morir pensando en lo que hemos vivido. De algún modo, es lo que dijo Maurice Blanchot: «Experimento al vivir un placer sin límites y tendré al morir una satisfacción sin límites».
—Me interesa la realidad como punto de partida, no como fin en sí misma. Tiene que ver —supongo— con las razones que me llevan a escribir. Retener la realidad es una de ellas. Aunque no basta con eso. Si yo conociera de primera mano un crimen como el que narra Truman Capote en A sangre fría, contaría la historia del vecino que lo vio todo pero calló porque esa misma noche se la pegaba a su mujer con otra. Más que la realidad, me interesan sus intersticios, la grieta por donde todo se resquebraja. Y con respecto a las hibridaciones: hace tiempo que quiero escribir novelas que combinen géneros supuestamente populares y otras cosas. La novela de terror, el thriller de médicos, el realismo social, la novela sentimental e incluso la novela negra están en Hacia la luz.
—La voz siempre tiene un peso importante en tus proyectos. Muchas de tus novelas son monólogos entrecruzados o coros.
—La focalización narrativa me obsesiona. Llevo años obsesionada con la omnipresencia del yo en la narrativa actual, y creo haber encontrado una explicación que tiene que ver con la subjetividad como último reducto de la literatura en su enfrentamiento con el mundo audiovisual. Desde luego, la voz es la gran decisión de un novelista. No logras dormir tranquila hasta que consigues saber quién narra y por qué motivo. Siempre que puedo, recurro a la multiplicidad de voces. Es una dificultad que me divierte y que aporta a la historia una riqueza que la equipara con la propia vida. Al fin y al cabo, a todos nos gusta conocer distintas versiones de los mismos hechos.
—Has trabajado en la radio y tienes un libro (Solos) de aliento teatral.
—El teatro me interesa desde hace muchos años. Casi me convierto en directora. Estudié arte dramático, milité en grupos de aficionados e incluso llegué a cantar en una versión de La verbena de la paloma. Pero al final lo dejé y me he conformado con escribir sobre teatro en diferentes periódicos. Y he leído muchas, muchísimas obras.
—Da la sensación de que a veces tus intereses parten de la recuperación de testimonios (como en Los ojos del lobo, sobre el asesinato de Sonia Carabantes) o de su recreación (como en Trigal con cuervos, sobre el genocidio armenio).
—Retener la realidad es una de las razones por las que comencé a escribir. De pequeña escribía de forma obsesiva sobre las cosas que me rodeaban: los asistentes a una fiesta, los pueblos que dejaba atrás en un viaje por carretera… Anotar sus nombres en un cuaderno los libraba del olvido, de algún modo los redimía de algo… Sigo escribiendo obsesivamente cuando viajo. Lo anoto todo, todo. Sospecho que también en mis novelas trato de retener una realidad formada a partes iguales de sucesos y de las emociones que esos sucesos despiertan en mí. El asesinato de Sonia Carabantes, por ejemplo, llamó mi atención en un momento muy concreto de mi vida, después de haber dado a luz a una niña. Sentí la necesidad de escribir sobre la desesperación que provoca perder a una hija. Casi todas mis novelas tienen puntos de partida semejantes: suceso y emoción.
—Para evitar los convencionalismos de la realidad (nuestra opinión sobre las cosas), en Hacia la luz utilizas la fantasía (la descripción de aquello que no podemos ver o entender con claridad) aunque sin dejarte llevar por tentaciones kitsch (caprichosos paisajes del Cielo o del Infierno).
—Antes hablábamos de las grietas por donde la realidad se resquebraja. Lo sobrenatural es una de ellas. No sólo porque nuestros temores hablan de nosotros mejor que cualquier otra cosa, también porque forman parte de una especie de imaginario universal que todos compartimos: el miedo a la muerte, a lo que regresa del Más Allá, a traspasar cierto umbral desconocido, a la muerte como concepto abstracto, a la verdad demasiado desnuda… Son asuntos sobre los que —en mi opinión— vale la pena escribir. El problema es que se ha escrito mucho, y el lugar común (o kitsch) está demasiado presente. Hay que armarse de valor para permitir que algún fantasma se cuele en tu trama. Pero si lo hace con la misma naturalidad con que a veces lo terrorífico irrumpe en nuestras vidas, puede resultar muy estimulante.
—Los personajes principales de la novela parecen muertos en vida (por su pasado, por su inamovible posicionamiento ante las cosas o por su resignación).
— Un amigo me dijo una vez que mis personajes no piensan. Fue un comentario al que di muchas vueltas. Durante un tiempo traté de ponerle remedio. Pero van pasando los años, y mis personajes siguen sin pensar. Obran de forma impulsiva, llevados por sus vísceras. Creo que todos ellos han heredado lo peor de mí misma. En Hacia la luz, los únicos resignados son los moribundos, porque no les queda otro remedio. A los protagonistas yo los veo como auténticas locomotoras: se dejan guiar por sus intereses sin detenerse ante nada ni nadie.
—Al final, la novela invita a pensar que relacionarnos con la muerte nos proporciona una experiencia que a menudo queremos dejar de lado (por miedo, ignorancia o dejadez) como si no nos incumbiese.
—La ficción siempre invita a la toma de posiciones. El asunto de esta novela sé que espantará a ciertos lectores. Del mismo modo, me gustaría que permitiera, a quienes lleguen al final, ver las cosas de un modo menos dramático. Morir no es terrible si se ha disfrutado de la vida. Para disfrutar de la vida creo que no viene mal saber que la muerte acecha. Y para ello es imprescindible poder hablar sobre la muerte con naturalidad, sin esconder nada, sin recurrir a eufemismos, sopesando qué clase de muerte deseamos para nosotros y para aquellos a quienes amamos. Mientras me documentaba para la escritura, me refirieron el caso de un matrimonio que durante cincuenta años de convivencia jamás se habían atrevido a hablar del tipo de muerte que desearían. En aquel momento, el marido se hallaba conectado a un respirador artificial y la mujer no sabía lo que él habría deseado que hiciera ella en un caso así. Me pareció algo terrible. No vendría mal vivir pensando que moriremos. Ni morir pensando en lo que hemos vivido. De algún modo, es lo que dijo Maurice Blanchot: «Experimento al vivir un placer sin límites y tendré al morir una satisfacción sin límites».
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