Víctor Álamo de la Rosa (Santa Cruz de Tenerife, 1969). Poeta y narrador, ha publicado cuatro libros de poesía, seis novelas y dos libros de relatos. Su obra se ha editado en países como Francia, Portugal, Croacia, Brasil, Venezuela, Alemania, entre otros. Entre sus novelas destacan El año de la seca (1997), prologada por José Saramago, Campiro que (2001), cuya traducción francesa fue finalista del prestigioso Prix Fémina a la mejor novela extranjera, Terramores (2007) y La cueva de los leprosos (2010). Isla nada (2013) es su última novela hasta la fecha.
—Isla nada cierra un ciclo dedicado a las Islas Canarias, el archipiélago que le vio nacer. ¿A qué obedece esa necesidad de hablar de su territorio?
—Efectivamente cierro un ciclo novelesco donde he querido conformar un mundo narrativo propio anclado a la idea de isla y de mar, para explotar ese lado mítico de la insularidad que tiene casi una microtradición literaria propia, porque las islas en literatura siempre han dado mucho juego. Recordemos por ejemplo a Stevenson y su isla del tesoro o a Cervantes y a su isla Barataria, sin ir más lejos. Más allá de lo obvio, es decir, que soy canario y por tanto un ser insular y que mi memoria, y sobre todo, la memoria de mi infancia, está anclada a una isla, a un territorio siempre cercado por el muro azul del mar, he de confesar que situar mis novelas en islas también obedece a esa intención puramente literaria de explotar también yo el misterio, la magia, las posibilidades y paisajes de las islas, insertándome también conscientemente en esa tradición literaria de la insularidad que tantas obras maestras ha dado a la literatura universal. Cuando mis novelas empezaron a traducirse en Francia, por ejemplo, me di cuenta de que allí se leían así, es decir, como novelas que se ambientan en islas misteriosas, míticas, casi irreales, lejos de la realidad geográfica que impone una cartografía y unos mapas que llaman Canarias al archipiélago donde nací. Este juego entre realidad y ficción me pareció muy literario y me dediqué a explotarlo en estas novelas que, aunque independientes, tienen mucho que ver las unas con las otras. Isla nada cierra el ciclo porque destruyo la isla mítica de mis narraciones pero también porque abro mi narrativa a otros lugares tan dispares como la Antártida o Río de Janeiro. Sentía la necesidad de imponerme nuevos retos narrativos porque si algo tengo claro es que el escritor no puede ser acomodaticio sino que, si de veras quiere hacer arte, debe estar imponiéndose retos continuamente, probándose a ver hasta dónde puede llegar
—¿Hay algún otro “territorio” que como escritor quiera reivindicar?
—Sí, ese territorio del español como lengua poderosa, riquísima, portadora de una tradición literaria radiante, ese territorio sin fronteras que ojalá un día aprendamos a articular y vertebrar políticamente porque es de una riqueza tan extraordinaria que casi no nos merecemos. Somos muy afortunados por tener el español como lengua.
—En la novela hay un piano que tiene gran importancia en la historia. ¿Los objetos son testigos, protagonistas, pretextos para narrar?
—Claro que sí. El piano en Isla nada es como el cofre de La isla del tesoro porque va más allá del objeto en sí para ser símbolo y atesorar vivencias. En la novela es también una excusa para casi convertirlo en un personaje más. El piano es, como dices, un pretexto para narrar desde el silencio de un objeto aparentemente mudo que sin embargo tiene mucho que decirnos. Sus notas guardan la historia tremenda de un siglo, del siglo XX, que se mueve entre los hitos de las guerras mundiales y la hecatombe financiera, pero también moral y social, con la que inauguramos el año 2000, el cambio de milenio, y cuyas náuseas fluyen hasta hoy. Por eso también escondo dentro del piano a un lagarto que aparece en todas mis novelas porque es precisamente símbolo del tiempo detenido, como los fósiles.
—La reflexión sobre el pasado como hilo conductor. ¿No hay más tema que el tiempo, como dijo Yasmina Reza?
—El tiempo nos recuerda la importancia de aprender de las voces del pasado, esas voces que siempre debemos escuchar porque siempre tienen mucho que decirnos y mucho de que avisarnos. Las voces de quienes nos precedieron en la vida y el mundo siempre nos están hablando, informando, conformando así nuestro futuro. No existe el presente porque siempre es pasado y nosotros, los novelistas, debemos afinar el oído para escuchar todas las murmuraciones y secretos de las voces del pasado. De hecho, solo los narradores podemos retratar la esencia del mundo que ya pasó pero que todavía nos incumbe. La Historia no está en los libros de Historia, sino en las buenas novelas. El tiempo y lo que nos va dejando de importante solo puede ser capturado por la narrativa
—A muchos porque tengo la suerte de ser un escritor del siglo XXI y eso significa que hay a mis espaldas una tradición literaria poderosísima de la que amamantarme. Soy licenciado en Filología Hispánica y eso propició que desde muy joven descubriera las genialidades literarias de nuestros clásicos, sobre todo Cervantes y San Juan de la Cruz, porque si algo reivindico más allá de autores y obras es el género de la poesía, al menos en mi caso fundamental en mi formación. La poesía de los grandes poetas es siempre el género que va delante, que nos lleva una vuelta de ventaja. Después de los clásicos siempre cuento entre mis familiares literarios directos a Galdós, Cortázar y a los narradores del boom hispanoamericano, sobre todo a Rulfo, Onetti, Gabo, aunque ahora mismo estoy convencido de que la gran narrativa contemporánea la están haciendo en inglés autores como Cormac McCarthy, Coetzee, Doctorow o Philip Roth. Novelas como La carretera o Homer y Langley ya pueden contarse entre las primeras obras maestras de la literatura del siglo XXI. No puedo olvidarme de una influencia determinante en mi formación, que fue La montaña mágica de Thomas Mann. También, como canario que soy, me interesa mucho la tradición literaria canaria, precisamente por lo de singular y extraordinaria que tiene dentro de las muchas literaturas que se escriben en español. El tratamiento de temas como la isla, el mar y ciertos mitos, junto con la entrada del surrealismo directamente en vena, que para eso estuvo en Tenerife el gurú André Breton, ha propiciado el nacimiento de obras muy emblemáticas y muy originales como Crimen, de Agustín Espinosa, El don de Vorace, de Félix Francisco Casanova o la poesía de Luis Feria y José María Millares Sall, dos de los grandes de nuestro idioma. Sus obras seguro que también están en mi ADN.
—Hábleme de sus mayores preocupaciones a la hora de escribir. ¿Qué es lo que no se puede quitar de la cabeza?
—No me quito de la cabeza la obsesión por ser sincero con el arte de escribir, con ser auténtico, es decir, que mi escritura sea capaz de alzar el vuelo literario y sea contundente su apuesta por la simbiosis entre el fondo y la forma, el tema y el estilo. Detesto toda esa falsificación actual que se vende como literatura y no llega ni a subliteratura. Es una estafa, una prosa que se muere planamente de principio a fin, sin matices o sugerencias. A veces pienso que los buenos libros deberían venderse muy caros y los malos muy baratos, para que de algún modo se diferencie, como ocurre con el vino, qué sé yo. Los tiempos modernos, la facilidad para publicar y la escasez de crítica literaria, parecen haber impulsado el atrevimiento irrespetuoso de los cualquiera que se creen no solo capaces de escribir sino de publicar y de reivindicar espacios para ellos. La literatura es muy hija de puta y es ella quien decide si eres o no eres escritor. A menudo pienso en el brutal compromiso que implica un oficio artístico, como lo es escribir literatura, para quienes en verdad sabemos lo que cuesta, pero también me pregunto qué demonios pasa por la cabeza de alguien que un día decide escribir y publicar sin recato. A nadie se le ocurre ir por la vida de músico porque haya aprendido un día dos acordes en una guitarra, sino que te reconocería que para ser músico habría que estudiar muchos años un instrumento y solfeo y practicar mucho. Sin embargo esto parece no valer para la literatura y cualquiera perpetra con alevosía sus basuras y las publica. Esto antes no importaba, pero ahora empieza a preocuparme la desfachatez contemporánea. Y creo que hay que reivindicar el espacio del escritor de verdad, el que sabe que esto es muy difícil, y que hay que leer y escribir mucho y tirar a la basura muchos manuscritos para ver si un día llegamos a tener entre las manos algo publicable, artístico, literario. Si es que ya cualquiera va de escritor. Esto forma parte de un problema complejo que es el enorme proceso de trivialización de todo al que nos están sometiendo los poderes actuales. Nada tiene importancia, todo se trivializa, eso lo hace cualquiera. En realidad creo que debemos empezar a luchar contra ese proceso de trivialización reivindicando lo que siempre fue central, fundamental, y hablar de la necesidad imperiosa de rehumanizar el mundo, de volver a un humanismo vital donde el hombre vuelva a ser medida de todas las cosas y no el dinero. Creo que la principal tarea del escritor actual es contribuir a rehumanizar la vida. Es como si al hombre contemporáneo se le hubiera olvidado lo que es, esto es, que es un ser humano con capacidad para la justicia, el amor, el arte, la vida, mientras que parecemos dedicados a sus contrarios, a la guerra, la injusticia, el desafecto, la trivialización de la cultura y de los libros. Creo que hay que decir basta y volver a reivindicar la figura del intelectual, de la persona sabia que nos diga y nos oriente y nos abra caminos a la multitud.
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